UN DÍA FRÍO DE FEBRERO

Génova, Italia. Febrero de 2012, un año difícil en la historia de la humanidad. La crisis sopla fuerte y muchos estamos a punto de perder sombrero, guantes y bufanda, por lo que arriesgamos quedarnos sin protección en los días de frío. No hay producción, no hay trabajo, no hay dinero, no hay consumo. Ante un panorama así todos opinamos, aunque no tengamos ni idea de cómo hemos llegado a esta situación y lo que aún es más complicado de cómo saldremos de ésto. Lo mejor es no preocuparse porque no somos inmortales, pero no me hagáis mucho caso porque siempre deseamos hacer algo más en este mundo por mucho asco que de.
Llevamos tres días sin agua porque la tubería que tiene una longitud de unos sesenta metros y está ubicada en el techo del edificio, está bloqueada por un trozo de hielo en algún punto, misterioso punto que el señor fontanero no ha logrado descubrir, supongo que habrá sido una desilusión para él, todos sentimos esta forma de insatisfacción cuando en el trabajo no logramos lo que nos proponemos. Mientras tanto, para lavarnos nos las apañamos, mejor no decir cómo, podría herir la sensibilidad de algún lector.
Las costumbres de las sociedades desarrolladas están hechas a imagen y semejanza de la comodidad, por lo que no tener agua puede suponer una crisis de ansiedad, se ansía el agua, el sentirse limpio y perfumado, arreglado, cuanto menos.
Soy un ser peculiar, hay cosas que me producen fobia, incluso siendo totalmente banales, por motivos de privacidad prefiero no decirlas, en cambio, otras, que me deberían cuanto menos preocupar, me son completamente indiferentes. Estoy llevando bien la ausencia de agua, me satisface esforzarme por obtener un bien que nos hemos acostumbrado a tenerlo de una manera sencilla: abriendo el grifo.
No me gustan demasiado los animales, sí, son bonitos pero la convivencia con ellos se hace difícil, de todas formas cualquier convivencia supone ceder y aceptar, un esfuerzo para no padecer la soledad que es como un puñal que nos atraviesa por la mitad dejando vacía nuestra alma. Mientras escribo unas líneas después de comer y antes de volver a salir a enfrentarme al frío viento, la suave cabeza pelosa de una gata doméstica reposa mansa y despreocupada sobre mi muslo.

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