El señor del autobús

Ayer viajé en autobús en la ciudad que actualmente me acoge como inmigrante, Génova. El trayecto era corto,  justo para desplazarme por el centro ciudad. Me acomodé en un asiento, típico de los autobuses que circulan  con prisa y sin demasiados miramientos a los viajeros que se tienen como malamente pueden a las barras para agarrarse cuando no hay sitio para sentarse, o gentilmente se lo han cedido a una persona con mayores dificultades, lo típico, gente mayor con problemas para sostenerse, embarazadas, señoras o señores con niños pequeños, etc...
En una de las paradas que realiza este medio de transporte público, se subió un señor de mediana edad, pienso unos cincuenta años, pero era difícil acertar cuántos años podría tener porque estaba muy deteriorado físicamente. Llevaba unas gafas completamente torcidas, es decir, la patilla de la gafa no estaba posicionada detrás de la oreja como debería estarlo y las lentes estaban completamente sucias. Su ropa llena de manchas, no se podían calificar como harapos, puesto que eran unos vaqueros, una chaqueta americana azul marino, un jersey y otra chaqueta de una tela más preparada para las bajas temperaturas que estamos padeciendo en esta zona de Europa. Su dentadura estaba descuidada, le faltaban dientes y los pocos que tenía es mejor que no los describa, por pudor. Sus manos, entrelazadas, estaban pobladas de durezas que quizás le reparaban de la gélida tramontana. Su pierna izquierda se movía constantemente, era un temblor convertido en tic o un tic convertido en temblor. Su mirada apagada se perdía entre los demás pasajeros que se tocaban el bolsillo cada vez que una melodía telefónica sonaba, a mí misma me ha pasado en más de una ocasión, acercar el oído al bolso para comprobar que el móvil que está sonando no es el mío. En cambio, el señor de mirada apagada y gafas torcidas, no se inmutaba cuando un teléfono sonaba, seguro que ninguno le debía buscar ni para bien ni para mal. La indiferencia es lo que transmitía su imagen. Ya llevábamos un buen rato en el autobús cuando mi sentido del olfato empezó a presentir que aquel señor llevaba sucio varios días, que no era cosa de un día o dos. En un determinado momento del trayecto, miró la hora de su reloj, ligeramente escondido bajo sus dos chaquetas y al cabo de unas dos paradas se bajó, probablemente era la hora de comer en algún comedor social. Quizás el hombre de la pierna temblorosa tuvo una familia, una casa, ropa limpia y quizás incluso le interesaba mirar al mundo con las gafas en posición  correcta. Intuyo que ahora sólo le interesa sobrevivir y para eso no hace falta apreciar la realidad, sólo estar en ella.

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