Mientras camino por las estrechas calles coloradas de la marítima ciudad de Génova, voy inmortalizando con la cámara fotográfica los puntos que más me llaman la atención. 
Las persianas, ventanas, puertas, fachadas, calles estrechas (vicoli) paralizan mis pasos para digitalizar imágines que parecen hablarme y acompañar mis itinerarios generalmente cotidianos.  
Las persianas de la Liguria italiana se distinguen fácilmente, suelen ser de color verde botella, gris claro, marrones, depende de la zona y del tipo de edificio, pero son inconfundibles, se abren por la mitad de manera perpendicular con la inclinación deseada, para regular la cantidad de luz que queremos introducir en nuestro hogar, lugar de trabajo o habitáculo. Es como si las casas se maquillasen, las ventanas fueran los ojos, las persianas las pestañas y las alargasen  con el rímel para controlar con curiosidad femenina nuestro caminar rápido y distraído. Al mismo tiempo el rutinario abrir y cerrar de persianas y ventanas dan vida a las calles que conforman una ciudad globalizada que se aferra a las costumbres tradicionales dejando escapar por estas hojas de madera o de vidrio, el olor del pesto, para condimentar la pasta. Detrás de estas aberturas, a veces aparece la figura de una persona que con privacidad y disimulo nos vigila mientras percibimos que una cultura arraigada en costumbres mediterráneas se mueve y aún está llena de vida. 
Unos trapos colgados de una cuerda que parece sujetar dos fachadas paralelas de una estrecha calle nos recuerdan que efectivamente hay presencia vital dentro de estas casas que resisten el inexorable paso del tiempo.



 

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